Las ventajas de hacer composta P. 2
Sobre las experiencias de tener una composta y los aprendizajes que me ha dejado.
Sin haberlo planeado, ¡esta publicación coincide con el primer aniversario de haber comenzado a compostar! Y como ya te habrás dado cuenta por el título, hay una 1a parte. Si quieres leer desde el inicio, puedes hacerlo en este link.
Hace unas semanas tuve un gran día, uno que seguramente para pocas personas lo sería. No hice un viaje, no se trató de una reunión o un evento especial. Tampoco la pasé rodeada de naturaleza silvestre como habría preferido — porque hace muchos meses que no voy a visitar el bosque, el lago o la montaña que quedan más cerca de donde vivo —; nada de eso, solo pasé la tarde de un domingo en el jardín.
Mi mamá se sentó en una silla al sol; E. se puso a sembrar unas lavandas que hace meses tenía intención de trasplantar, y yo me puse a deshierbar alrededor de las pacas de composta. En ese arrancar de ramitas irreconocibles, me topé con la que resultó ser ¡un brote de mango! De inmediato me puse a escarbar para desenterrar el hueso de la pila de composta y emocionada me apresuré a enseñarle a E. y a mi mamá el descubrimiento — sí, me sentí como una niña que corre con las personas a mostrarles lo que encontró esperando contagiarles el entusiasmo —. Seguí deshierbando alrededor pero ahora con mucho más cuidado por si encontraba algún otro brote y sí, de hecho en esa misma paca descubrí que ¡la mayoría de los huesos que pusimos están germinando!
E. por fin pudo disfrutar de encontrar huesos de aguacate que también empezaban a desarrollar raíces.
Ya me había sorprendido al ver cómo todos esos restos de comida, cuando los revuelves con otro material orgánico seco — hojas, pasto, hierbas, flores, etc. — se terminan convirtiendo en tierra súper fértil.
Me sorprendí más cuando la lluvia aceleró muchísimo el proceso. Lo que le llevó a la primera pila de composta convertirse en tierra — cerca de 6 meses — una vez que comenzó la temporada, la lluvia hizo que esa paca donde germinaron los huesos — que comenzamos más o menos en junio —, estuviera lista en solo 3 meses. Y además es la única de las pilas de 1 año de compostar que ha dado tantos brotes. ¡Ah!, porque la que está a su lado nos sorprendió con la que se ha convertido en una gran planta de jitomate.
Otro grato descubrimiento, en otra de las pacas, fueron las larvas del mayate. O al menos yo creo que lo son porque coincide con el lugar al que siempre le gustaba llegar y enterrarse, y porque los mayates depositan sus huevos en la tierra. Larvas que por cierto, hace no mucho tiempo habría visto como animales asquerosos, indeseables y que seguramente habría alejado para que murieran. Aunque siguen siendo difíciles de ver, esta vez no solo las dejé vivir donde las encontramos, incluso me dio gusto la posibilidad de que en algún momento podría llegar a ver un pequeño mayate emerger de la tierra de mi jardín.
Por el momento, E. plantó unos brotes de mango y unos de aguacate. Esperamos que sobrevivan al invierno y en algún momento podamos disfrutar de cortar sus frutos para comerlos completamente "gratis". Y pongo el gratis entre comillas porque si bien no tendremos que pagar ni un solo peso por esa comida, no quiere decir que no tenga un costo. Sí que lo tiene, tanto para la planta que la produce como para la persona que se encarga de cuidar de esa(s) plantas. Porque fue casi magia encontrar los brotes, pero para que puedan llegar a convertirse en árboles capaces de alimentarnos, requieren de la atención de una persona. De alguien que los riegue, de alguien que les proporcione las condiciones más idóneas para que puedan crecer sanos, de alguien que los cuide y los cure de las plagas.
Eso lo aprendí a la mala al llegar a vivir a esta casa, cuando mi mamá me pidió que arrancara una "hierba" que resultó ser un árbol de papaya. Nunca pensé en averiguar qué cuidados necesitaba; como había comenzado a crecer sola, estaba segura de que no necesitaba nada que yo pudiera darle. Pero llegó la temporada de lluvias y con ella los caracoles — entonces descubrí que AMAN la papaya — que se comían las hojas y de manera invisible acabaron con las raíces. Al año siguiente, el árbol que ya me superaba en altura y que comenzaba a dar las primeras papayas — súper dulces y jugosas — terminó muriendo.
Hoy ya se que para poder disfrutar de comida "gratis" tengo que retribuir con cuidados. Esta vez estoy aprendiendo sobre los controles biológicos recomendables para cuidar los jitomates. Tal vez muy tarde para una de las plantas — que está plagada de mosquita blanca y gusano minador—, pero ahora sé que aún teniendo una huerta en casa o algo mucho más pequeño como plantas que decidieron crecer "espontáneamente", si quiero llegar a gozar de sus frutos, debo compensar esos regalos de la tierra con tiempo y esfuerzo.
He de confesar: solo hasta que pude ver cómo de una flor emerge un fruto, fue que hice consciente esa transformación. Una que requiere de tiempo, cuidado y atención para obtener un fruto comestible. Cuando lo vi en mi propio jardín, con todas sus etapas, me di cuenta de lo desconectada que vivía del proceso que debe atravesar una planta para convertirse en comida para nosotras, las personas. Me di cuenta que había olvidado ese aprendizaje por décadas — porque seguramente lo aprendí en la primaria — que las flores se convierten en frutos. Y me sentí mal por haberlo olvidado, sentí que son de esos hechos TAN elementales que deberían permanecer por siempre en la mente consciente, pero no fue así. Solo viendo por mi misma la evolución, día tras día, he podido valorar todo el trabajo, esfuerzo y tiempo que requiere la tierra para crear los alimentos y solo así he cambiado la atención que pongo a diario en la comida que llevo a mi plato.
Ya no puedo evitar pensar en todo el proceso que tuvo que resistir para llegar a un estante y me duele como nunca ver que la gente rechace la comida solo porque no se ve perfecta o que la olvide, que se eche a perder y que la tire así sin más. Y lo entiendo, cuando no conoces el valor que tienen las cosas, cuando desconoces todo el esfuerzo que requiere producirlas y cuando tienes el dinero suficiente para reponerlas sin mayor inconveniente, entonces “no valen nada”. Pero a la planta sí que le cuesta producir el alimento, requiere de agua, sol, nutrientes y tiempo para que nosotras podamos disfrutar ese regalo. Y ni hablar del trabajo que implica para quienes cultivan.
Tener una composta me ha hecho ver que la mejor manera de retribuirle todo el trabajo y la energía que pusieron las plantas y las personas para producir la comida, es tratar de consumir todo lo local que sea posible, es pagar el precio justo, es consumir solo lo que necesitamos, es cambiar nuestros hábitos para evitar que se desperdicien o se echen a perder los alimentos… es devolverle a la tierra lo que nos da, haciendo composta.
En casa seguiremos compostando, espero continuar aprendiendo de los procesos de la tierra y probablemente seguiré compartiendo esos aprendizajes y reflexiones.
Hasta el próximo jueves.
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